Porque el saber no muere, sino inspira...
¡Oh, musas, despertad ahora! ¡No nos abandonéis aún!

viernes, 28 de octubre de 2016

La democracia de los grandes almacenes


Lo que queda de democracia tiene que interpretarse como el derecho a elegir entre productos. Los líderes de las empresas hace tiempo explicaron su necesidad de imponer sobre la población una "filosofía de lo inútil" y de "falta de objetivos en la vida" para "concentrar la atención de los seres humanos en las cosas más superficiales en las que consiste gran parte del consumo de moda". Abrumados por este tipo de propaganda desde la infancia, es posible que las personas lleguen a aceptar unas vidas sin sentido y subordinadas y a olvidar las ideas ridículas acerca del control sobre sus propios asuntos. Es posible que dejen su destino librado a los genios y, en el ámbito político, a las que se denominan a sí mismas "minorías inteligentes" que sirven y administran el poder.
Noam Chomsky, 'Un mundo libre de guerra' 

  Como suele decirse, cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia. 
  Que los partidos políticos -más bien candidatos: ya no sabemos leer programas- entre los que elegimos cuando, y sólo cuando, somos convocados a las urnas, recuerden a esos productos fabricados para atraer al mayor número posible de clientes, es pura coincidencia. 
   Que entre los placeres de la vida se incluya comprar el último grito en telefonía móvil, acudir en masa a ése concierto o disfrutar con el conocimiento de que Angelina Jolie se arrepiente de haber dejado a Brad, es pura coincidencia. 
   Que nuestras inteligentes minorías sigan llevándonos en tren de alta velocidad hacia ese capitalismo que combina lo peor de la vieja mercantilización del trabajo con el Matrix financiero que anula a las democracias, es pura coincidencia. 

Creemos que tenemos nuestra inteligencia, al menos; nuestro conocimiento y educación. En especial los jóvenes desposeídos de hoy (menos desposeídos que muchos, sólo que más conscientes de ello). Pero ¡ay!, querido, no somos tan listos... Se domesticó ya al ser humano, y como el perro perdió su instinto.


martes, 18 de octubre de 2016

La ninfa del Lago Verde

Un cuento de Santiago Herrero



Hace ya algún tiempo, en la región de Kaimuchi, cuyas frescas aguas bañan la falda del Monte Amargo –así llamado por la presencia retorcida de sus árboles–, se contaba esta leyenda sobre el amor inmortal entre una ninfa y un hombre:

Se hallaba un día el Dios Celoso emplumando cuidadosamente sus flechas, cuando llegó a sus oídos la más dulce melodía que jamás hubiera escuchado. Con los ojos bien abiertos observó a través de las nubes, y así pudo contemplar a la ninfa Saru-Kita, quien embelesaba a los peces del Lago Verde tocando hermosas notas y paseando sus dedos sobre las aguas. En el acto creyó amarla y, consumido por la pasión, bajó a su encuentro en forma de garza.

Al verlo acercarse, la ninfa cesó en su canto, y el dios abrió sus espléndidas alas del color azul del cielo. Saru-Kita se aproximó para acariciar su blanco pecho, y el dios picó en su vestido con suavidad. Prosiguió la ninfa con su canción y la garza, con los ojos llenos de fuego, la arrojó a tierra dispuesta a desnudarla. Ella luchó desesperada, pues se daba cuenta del engaño, y de una fuerte patada empujó a la ligera ave, que perdió unas cuantas plumas. El Dios Celoso, terriblemente ofendido, graznó mientras crecía hasta alcanzar el tamaño de una casa, hizo presa de la joven con sus poderosas garras y la elevó hasta el cielo, diciéndole:

Nunca nadie rechazó a un dios. Las aguas callarán ahora tu canto, y sólo quien te busque sin maldad, con los ojos puros, podrá verte. Pero conozco al hombre: morirás en soledad.

La ninfa cayó entre lágrimas sobre el lago y se hundió junto a sus verdes rocas, donde los peces la acogieron.


Esta historia pronto se supo en todo el país, dado que en aquella época los hombres aprendían sus malas artes de los dioses. Numerosos príncipes y reyes vecinos se decidieron a probar suerte, pues qué honor no recaería sobre aquel que pudiese desposar a la hembra que osó negársele a un dios. Acudían vistiendo sus mejores galas, envueltos con finas sedas y perfumes, joyas en sus manos y kohl en sus ojos. Observaban las aguas mientras sus caballos pastaban cerca, convencidos, al ver sus magníficos reflejos, de que la ninfa emergería en cualquier momento y cantaría para ellos prendada. Pero la pobre Saru-Kita lloraba en silencio desde las profundidades, cada vez más furiosa pues comprendía que nunca el hombre, celoso como el dios que la maldijo, la querría más que para contarla entre sus riquezas. Era pues mejor quedar allí, inadvertida, hasta que su historia se perdiese en el tiempo.


Transcurrieron los años y, efectivamente, las visitas cesaron. La hermosa ninfa se mecía en un profundo sueño, rozada por los rayos del sol durante el día, sin sentir el frío de las aguas por la noche. Apareció entonces en la región un forastero de aspecto desaliñado, llamado Sinto-Ogo, quien viajaba siempre solo escuchando historias para poder a su vez contarlas en otros reinos. Tenía ojos melancólicos, pues muchas leyendas hablan de tristeza y soledad, pero su mirada se alegraba al oír un cuento nuevo, no tanto por aquello que le contaban –dado que la mayoría de historias se parecen entre sí– como por la forma en que las ancianas y pobres gentes lo narraban, expandiendo en verdad sus espíritus ya cercanos al fin.

Fue así como, referida por un viejo campesino, llegó hasta él la historia de Saru-Kita y el Dios Celoso, y dado que el del tiempo era su bien más abundante, decidió acudir el día próximo a yacer junto a las aguas del Lago Verde.

Allí pasó Sinto-Ogo toda la siguiente jornada admirando el paisaje, a las aves que iban y venían, al rebaño que se acercaba a abrevar, también el lento movimiento de las nubes en el cielo… Mas una vez el sol estuvo ya bajo sobre el horizonte, el cuentacuentos errante se quitó las sandalias e introdujo sus curtidos pies en las frías aguas del lago. De su zurrón sacó su flauta de bambú, que reservaba para las tragedias, y con emoción empezó a cantar:

Escuché anoche la historia,
lago triste,
de la ninfa que acogiste.
¡Qué pena, qué pena
debió sentir la bella Saru entre tus aguas!
pues el hombre no vale nada
bajo este cielo.

Yo quisiera poder verla.
Y así cantarle cuanto siento.
Murió sin duda
de desaliento,
tras contemplar a los amantes
bañarse junto a ella,
y el eterno tránsito de los orgullosos.

Ya los ojos del pobre Sinto
no sonreirán jamás.
No, no lo harán.

Los peces observaban junto a la superficie al desconocido, quien se mecía con su música. Las notas de su flauta reverberaban entre las rocas que poblaban el fondo del lago. Saru-Kita escuchó en la distancia y, acostumbrada a ver a través del agua, despegó sus párpados. Atónita contempló a Sinto-Ogo, quien miraba en su dirección con la cara mojada.

Saru-Kita de verdes ojos:
yo te habría acompañado.
No soy mucho, yo soy pobre,
y así es que aprecio
cuanto no me pertenece.

Saru-Kita, ¡ninfa de amor!
Ya nunca olvidaré tu historia.

Dejó por fin caer sus brazos sin fuerza, y el bambú rozó las aguas. Entonces algo mágico sucedió, pues a través de la flauta se oyeron suaves notas de una voz cristalina. Sinto-Ogo abrió mucho los ojos, petrificado, y tras quedarse así unos segundos fue a mirar tontamente por el hueco del instrumento. Justo en ese momento algo emergió del lago, a pocos metros de él: era el rostro de Saru-Kita, a quien su alma al punto reconoció como a una vieja amiga. Observó sus ojos, del color de la luz contra la roca verde. Observó su piel, clara como la luna de invierno. Ella emergió todavía un poco más, y ambos quedaron mudos, contemplándose.


A quienes viajen a la región de Kaimuchi, cuyas frescas aguas bañan la falda del Monte Amargo, se les pide que transiten en silencio. Quizás así escuchen las más bellas melodías, cuando el viento sopla sobre el Lago Verde.

martes, 11 de octubre de 2016

Mors certa

Vive ahora,
un parpadeo frente a la luna.

Vive,
algo de alcohol, cigarro
y sexo.

No preguntes al mañana
que el morir mejora
con la edad.

Consúltale en su lengua
al bello bárbaro
y no ignores al vicio
de estar vivo.

Vive ahora
y siente del presente
los latidos, bramidos
de viento en tu ventana.
No la cierres,
que el pasado escapa y lo demás
ya entra.

Piensa.
Siente.
¡Siente!