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sábado, 9 de julio de 2016

Claudio, emperador y republicano

  La frase que mejor puede definir la conclusión de la bilogía de Robert Graves dedicada a la vida de Tiberio Claudio César Augusto Germánico (10 aC - 54 dC) es la que sigue: "Tendrá que volverse mucho peor antes de que pueda mejorar".

  Y es que Claudio, erudito estudioso del pasado -como el mismo autor de la novela- y acertado analista del presente, quien logró sobrevivir a Livia, la astuta mujer de Octavio Augusto, a Tiberio y a Calígula, para ser eventualmente y contra su intención proclamado emperador... Claudio, digo, quiere pero no puede. 
  Claudio quiere, aprovechando los poderes que el adulador senado le otorga, arreglar los principales descosidos que dejaron sus dos predecesores, pretendiendo ser recordado -aquí su ego de historiador- como un buen gobernante, práctico y justo, para, finalmente, poder devolver el poder al senado restableciendo la República; pasado dorado no tan remoto al que nadie, empero, parece dispuesto a volver. Mas Claudio no puede, dado que demasiado ha penetrado entre el pueblo y sus gobernantes la costumbre a dejar hacer, el miedo al cambio. Es cómodo tener a quién culpar, y encargarse cada uno de sus propios asuntos; soportar el mal menor y conocido, el status quo, y observar de lejos los males de otros esperando que no vengan a llamar a la puerta propia. Se trata, en fin, de una sociedad no preparada para tomar las riendas, infantil e infantilizada, impulsiva, ingrata y rápida para reclamar que la dejen morir tranquila. Por eso rinde Claudio su sueño -siempre según Graves- de restaurar la república desde arriba, depositando su esperanza cínica de anciano en un detestable heredero, Nerón, quien quizás pueda forzar a Roma a recuperar su dignidad y demandar, activamente, algo digno de su pasado. 

 ¿Fue la suya una esperanza vana? 
  La respuesta es historia.

Busto de Claudio del Museo Arqueológico
Nacional de Nápoles (Wikipedia)


miércoles, 6 de julio de 2016

Frontera. Futuro

"¡Eh! ¡Alto ahí!"
Corre como si sólo sangre y fuego llevase encima, corre y más que corre vuela,
pero la bala llega y no duele.
Palomas de pluma y rojo surgen del pecho abierto y siguen volando,
lejos del cuerpo que da en la tierra, lejos los gritos, botas y grava.
Sus iris se tornan grises como la mar, pero allá arriba el ave vuela,
y sube,
y vuela.

Pronto reclamará venganza, el ave junto al perro, el cerdo con el gusano.
Volverán sus ojos contra los hombres, les clavarán sus dientes y la marea los engullirá
sin medir ni pensar, gris,
pues poco mide y piensa cuanto sigue su cauce.
Y las aves, todas, volarán, y los gusanos volverán a sus pequeñas cuevas, y el mar llenará de verde
las cuencas vacías e iguales;

y nadie nunca recordará,
que un día aquí silbaron balas.

Cabeza de león asiria, British Museum (fotografía del autor)