Adiós para siempre, cannabis. Nunca fuimos más que conocidos, de los que se
encuentran ocasionalmente en alguna reunión entre amigos; algunos son amigos
tuyos, otros lo son míos. Nos conocemos de vista e intercambiamos algunas
palabras. Ya me había sentado mal en un par de ocasiones las ideas que metiste
en mi cabeza, pero siempre creía poder tratar contigo, si la ocasión volvía a
presentarse, cambiando nuestro tema de conversación.
Anoche y para bien, me di cuenta de que, como suele pasar con la gente, tú
eres tú. Creer que puedo sacar algo positivo de tu trato es engañarme a mí
mismo. Tras un ataque de tos –aquel fue un golpe bajo pues sabías bien que el
mismo te dejaría todo el tiempo de discurso- empecé a darme cuenta de que me
habías atrapado, una vez más. Tuve la estúpida confianza en que no fuese tan
malo como la última ocasión. Fue mucho peor. Me largué de la casa en la que
estaba pues mi acompañante se comportaba de una manera extraña: deseaba que no
me fuese, me lo imploraba en distintos idiomas, tenía una sospechosa manera de
no dejarme salir de su casa… como haría un lobo con un cordero. Todo eso, por
supuesto, debió formar parte de tu magia, pero era un show al que yo no deseaba
asistir.
Una vez en la calle, debo decir que le debo mi preciada vida a mi yo animal
–ese que no habría calado del porro de haber estado al mando unos minutos atrás.
Él me llenó la boca con un sobre de azúcar que recordaba haber guardado en el
bolsillo, en alguna vida pasada. Desató la bici en una increíble maniobra de
precisión que mi otro yo, el estúpido que quiso conversar contigo una vez más,
jamás podría haberse permitido llevar a cabo. Me obligó a hablarme a mí mismo,
a correr un poco, a parar en los semáforos en rojo y a mirar la distancia a la
que venían los coches, potenciales amenazas. Me susurró desde algún lejano
lugar que debía ir a casa de mis padres y no a la mía propia, no sólo por
quedar aquella más cerca, sino porque realmente desconocía la gravedad de mi
estado.
Mientras mi animal sagrado me salvaba el culo, yo observaba a un duende horrendo
decrecer mientras caminaba a varios metros de mí. Una calle me parecía corta y
de pronto larga como una pradera. Un movimiento lateral de cabeza me hacía
creer que había cambiado de paisaje, de ciudad, de mundo. Cuando mi colocado ser
se daba cuenta de que, efectivamente, estaba acercándose a casa de sus padres,
se sorprendía pensando que quizás consiguiese salir de ésa. Fui –fue- capaz de
llamar a mis congéneres con el móvil, luego al telefonillo, atar la bicicleta, explicarles
lo que sucedía. Mi otro yo, el que atrapado dentro hacía frente al torbellino
de pensamientos, desesperaba, pues no se reconocía en el ser superviviente que
hablaba con mis padres, ni sentía la humedad del líquido que bebía, ni notaba
la náusea al intentar provocarse el vómito. Era difícil distinguir realidad de
ficción, pues aquella llegaba como en borrosos recuerdos, sin sensaciones
presentes y palpables.
Así me vi en el coche con mi viejo al volante, unas 140 pulsaciones. Hablando,
sí, pero creyendo a la vez que quizás habría matado a la mujer que me dio de
fumar, dado que no era capaz de saber si lo que creía que había sucedido era
real o una creación hilada a posteriori por mi mente. Imaginé de pronto mi ropa
blanca y ensangrentada. Mis ojos me informaron de que era negra y estaba limpia.
Menos mal.
Ya en el hospital el superviviente respondía mejor que peor a las preguntas
del médico, mientras mi otro yo le agregaba información innecesaria o repetida.
‘Presenta verborrea’, escribió el irritado doctor en su parte.
Una vía en la mano. Una enfermera bonita (siempre tengo esa suerte). La
aguja la pude notar con inusitado detalle; el tiempo se dilató para concederme
la gracia de sentir cómo el metal se introducía en mi vena y avanzaba
trabajosamente por su interior. Me quejé poco, pues pese a mi color amarillo y
mi estúpida charla quería dejar buena impresión en la joven. También me dieron,
ahora recuerdo, un par de pastillas, y fui a mear un par de veces. Me iba
encontrando mejor, más soñoliento, pero aún rajaba sin parar sobre la miríada
de percepciones y faltas de las mismas que me habían recorrido, y no podía
dejar de mover mis pies con ritmo balcánico. Me percaté de que las
posibilidades de que mi vida tuviese tan estúpido final habían caído en picado,
pues estaba en un hospital y había sido medicado. Me sentía orgulloso de mi
tótem, el animal sagrado que se había encargado de todo mientras Yo me debatía
en alguna sala de mi interior, desesperado por tratar de sentir como
normalmente sentimos los actos de respirar, beber, hablar, latir.
Todo estaba pasando, finalmente. Noté como las imágenes de dos cerebros que
hasta ahora solo se tocaban por los extremos se superponían una sobre la otra
hasta formar uno solo. Moví mi brazo conscientemente, como un director de
orquesta, disfrutando de la sensación de querer hacer algo y verlo hecho con Todo
mi yo; mis dos yoes actuando al unísono. Ya estaba. Era el final de esa
pesadilla. ‘Psicosis por cannabinoides’, dejó escrito el doctor.
Me despedí
mentalmente de la hormiga que paseaba por el suelo, que aún hoy creo real.