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Me hago mayor y me faltan las palabras para expresar cuanto pienso, para pensar cuanto siento. Cada vez asisto, cosa extraña, a menos conversaciones y debates interesantes (esos sí que me hacían pasar buenos ratos con la gente); la gente con la que antes hablaba de estas cosas ahora se ciñe más a los mismos temas, a los temas de siempre, básicos, sencillos, inofensivos. Hay quien se ofende -pasa mucho últimamente- si se tocan ciertos asuntos relacionados con la política, con los cambios sociales, éticos y morales; la matización es percibida como una crítica directa a la persona, a su entidad (o identidad construida). Hemos cambiado a peor -aquí no hay duda- en este sentido. Me aburren las conversaciones sobre el día a día, las que escapan de cualquier tema trascendental, pues únicamente en estos últimos aparecen las ideas duras, las ideas-hueso, las ideas-fundamento, que tanto cuesta enfocar, evaluar. ¡Nadie te pide cambiar de chaqueta! Basta con salirse un momento del propio traje y observarlo con los ojos del visitante. Hablar, escuchar. Es un ejercicio que puede ser constructivo, ¡pero qué pocos están dispuestos a hacerlo! Antes prefieren no hablar, enojarse, marcharse. ¡Sucede tanto en estos pseudo-concilios que son los grupos de whatsapp! Seguro que muchos lo habréis experimentado.
En fin, que por contraste acaba por parecer auténtica la piedra, la serpiente que se cruza, el cielo que se alarga en rojo, el perro que salta entre las hierbas secas, sintiéndose -y haciéndonos sentir- tan vivos.
Quizás un día deba renunciar a todo esto, a vivir entre todo esto, a ver tractores a diario, olivos a diario, montañas a diario; quizás un día vuelva al asfalto y al cláxon y "lo rural" quede como una afición de "una vez al mes", reducido así a un barato capricho. Quizás. Quizás. Entre tanto, a disfrutarlo, y a llenar los pulmones del aire limpio y antiguo del Maestrazgo, que ya mecía sus olivos hace cientos de años. Al fin y al cabo, todos estamos de paso.