Viajar, a quién no le gusta. Siempre esperando el próximo viaje, la próxima experiencia, el gusto por el descubrimiento, por el aprendizaje. Cada vivencia que tomamos como única y que pensamos que cambiará nuestra vida. Y algo cambia, claro que sí.
Mi último viaje, la luz y los paseos, ¡conocer, conocer, conocer! Intentas programar el tiempo que tienes para ver muchas cosas, sin dejar de disfrutar. Al contrario, intentas acercarte a lo nuevo disfrutando lo máximo, queriendo ser parte; al menos eso me pasa, que busco mimetizarme con el lugar y que algo en mí se renueve para continuar con la rutina. Digamos que el viaje es la divina parada.
Soy curiosa, verdaderamente curiosa, y si puedo visitar mucho no visito poco. Pero en mi viaje, en mi último viaje, a mi disfrute le dieron un golpe. Una llega a una ciudad desconocida, sabiendo las visitas imprescindibles del lugar y algunas más que se aprenderán en el camino. Un mapa, siempre se necesita un mapa que te indique bien dónde están esos maravillosos lugares que tus sentidos no pueden perderse. Lo monumental se te muestra y tu retina debe de quedar fascinada. Generalmente había sido así.
No puedo asimilar más símbolos de poder. Desde luego, no sin ser consciente de lo que estoy haciendo, de lo que estoy viendo. Frente a lo monumental, que parece adormecer los sentidos, olvidamos su verdadero significado. Esta sensación incómoda me sobrevino paseando por un palacio y sus jardines; si bien no eran los más increíbles que había visitado, sí me supusieron una suerte de repetición, era más, un poco más, de la gran distancia entre ellos y nosotros. Pensé en todos los lugares en los que había estado, en la gran cantidad de monumentos que había conocido en mi paso por ellos –y no, cuando viajo no sólo visito palacios o catedrales, pero mentiría si no reconozco que están en mi itinerario–. No rechazo el aprovechamiento artístico, histórico y cultural de este tipo de visitas, de donde sin duda aprendo, pero el componente social, simbólico y discursivo de estas representaciones es harto fuerte.
Seguiré visitando monumentos,
por supuesto, pero con consciencia, superando la embriaguez de la belleza.