Turbio no era distinto de los demás pájaros de su especie. Tenía un plumaje similar, piaba con voz similar y se posaba sobre las ramas de manera similar a los demás. En todo habría pasado desapercibido de no ser por su extraña forma de volar: donde todos sus congéneres describían vuelos rasantes o trayectorias que les permitiesen desplazarse de rama en rama, de árbol en árbol, él realizaba cabriolas sin sentido, volaba enérgicamente hacia arriba para a continuación dejarse caer en picado, giraba sobre sí mismo y extendía sus plumas como si deseara agrandarse. Nadie entendía esa forma tan atípica de moverse en el aire, carente de todo sentido práctico. Cuchicheaban sobre él, hablaban de su salud mental, lo evitaban en lo posible.
No eran tan crueles, no obstante, y dejaban que se juntase con ellos en más de una ocasión. Cuando la conversación piada -que siempre giraba en torno a la mejor manera de atrapar una polilla o una hormiga- estaba en su clímax, Turbio sugería de pronto lo maravilloso que sería echar un vistazo más allá del bosque. Nadie, nunca, se aventuraba fuera de la protección del ramaje. Nadie, nunca, volaba tan alto entre las aves de su especie. Desde pequeños se les enseñaba a fijarse en el suelo y en las ramas; nada había que pudiera interesar a un pájaro más allá de las últimas hojas; aun peor, al lunático que se aventurase a volar más allá seguramente lo atraparía alguna terrible rapaz, o perdería oxígeno hasta caer muerto, o se abrasaría con la cegadora luz del sol. No había destino benigno para quien lo intentase. Se hablaba muy poco sobre el tema en las escuelas para pájaros, y únicamente para mostrar ejemplos conocidos -históricos, podría decirse- de intratables locos que decidieron acudir a la llamada de la luz y desaparecieron para siempre. Los más respetados entre los pájaros expertos no sólo eran los más mayores, sino aquellos que con mayor efecto habían teorizado sobre la felicidad e idoneidad de permanecer bajo la sombra del bosque, o sobre las irregularidades genéticas que hicieron de aquellos que alguna vez contravinieron las normas unos subpájaros incapaces de igualarse a los demás, ya desde su misma salida del cascarón. Puede entenderse, en fin, que cuando Turbio realizaba algún comentario sobre la posible belleza del sobrebosque los demás se mirasen entre ellos para dedicarle, en el mejor de los casos, un sonoro silencio.
El pobre pájaro recibía el mismo mensaje allá donde estuviese: en la escuela, con sus compañeros, con su familia... Pobre del ave que viviese ilusionada con lo desconocido, pues acabaría sus días muerta o enloquecida. Los demás, en cambio, podían aspirar a cuanto de bueno tiene la vida pajaril: caza de insectos, construcción de nidos, piadas a coro. Más allá se extendía la nada, y hablar de observarla era tanto como pensar en estrellarse.
Así pasaron los años hasta que Turbio, el incómodo pájaro, decidió actuar pese a todos. Esa noche apenas durmió, al alborear desayunó frugalmente y, antes de que la comunidad se levantase, salió volando junto al amanecer y atravesó la copa de su árbol a toda velocidad.
Al poco y ya despierta, su familia encontró una nota grabada en su habitación: "He decidido volar de verdad, seguir el propósito de mis alas. No os pido que lo entendáis. Sed felices. Yo también lo seré". El padre balanceó la cabeza con tristeza conforme; la madre emitió un suspiro, pero su corazón se alegró: en el fondo ella también creía en lo imposible, solo que ya hacía tiempo que carecía de fuerza para perseguirlo.
Cuando los conocidos de Turbio se reunieron y la noticia se extendió, todos los pájaros de la comunidad estuvieron de acuerdo: el desdichado estaría ya despedazado en el nido de algún halcón, o calcinado sobre arenas lejanas. En las escuelas, todos los académicos emplearon el nuevo ejemplo histórico del incontrolado Turbio, quien además tenía un ojo desviado y cojeaba, y cuya irremediable locura le condujo a su perdición. Algunos padres, incluso, aprovecharon el reciente suceso para crear moralizantes cuentos de terror con los que amedrentar a sus polluelos.
Pero un día, en una rama de reunión, surgió otra nota discordante. Un pájaro, que hasta la fecha a todos había parecido normal y buen ave, afirmó que Turbio podría estar vivo, pues no se halló ni una sola de sus plumas por el bosque. La mayoría ignoró o aun se alejó del chiflado, pero unos pocos le dieron vueltas al asunto en sus escondites, o mientras cazaban, o mientras todos a su alrededor piaban sobre la perfección del día a día, del eterno recomenzar y de la seguridad de lo conocido. Así, el virus del pájaro-turbio, nombre con el que algunos intelectuales bautizaron al reciente mal, se fue extendiendo, siempre de manera minoritaria, entre algunas aves de la especie. Los síntomas consistían en ausencias repentinas de las ramas sociales, miradas pensativas a lo alto de los pinos, contestaciones inesperadas en las aulas y, lo más alarmante, algunos grabados sobre los troncos que decían cosas como "Atrévete a volar" o "Quien no ha mirado, no puede saber". Una mañana, desaparecieron cinco pájaros más, de golpe; nada se volvió a saber de ellos y ninguna pluma apareció en el bosque.
Todos siguieron con sus vidas, pero cada vez más aves miraban hacia arriba, con la luz de entre las ramas brillando en sus pupilas.