Con
facilidad se teme a lo mísero, a lo más oscuro de nosotros mismos. Con
incalculable esfuerzo vertimos capas sobre nuestra propia miseria, temerosos de
mostrarla. Sin embargo, en su aceptación se encuentra lo más fantástico a lo
que podemos aspirar: el crecimiento. Somos un entramado de mentiras hasta que
miramos a nuestra miseria a la cara y afirmamos: éste soy yo.
¿Acaso
podemos esconder la tiranía en nuestras vidas? Siempre al borde de la
inocencia, en ese tímido momento en que tu valía supone más valía que la de
cualquier otro, alimentando al lobo malo
sin saberlo. O quizá sí, mientras no miren. Las encrucijadas del ego, el
personal y el colectivo. Son múltiples las situaciones cotidianas en que se
hace, o hacemos, uso de la tiranía: siempre hay alguien más débil. La soberbia
es la más fina representación de lo tirano, la más fina representación de la
miseria.
Hay un
punto muy interesante de nuestra miseria cultural, por tanto colectiva e
individual, que todos conocemos o fácilmente intuimos, una postura tirana y
soberbia sobre el dominio del mundo: el protagonismo. Conocemos a los
protagonistas de la historia, del arte, de la literatura. ¿Son realmente los
únicos protagonistas? Si te fijas, la grandísima mayoría comparten rasgos
comunes. Ese es un aspecto bien tratado en la historia cultural, no es ningún
descubrimiento; pero lo rodea un pesado velo.
Hace un
par de días ojeaba títulos y autores en una pequeña librería; tras un buen rato
dando vueltas, cogiendo libros y soltándolos, emocionándome con los hallazgos y
teniendo que tomar serias decisiones acerca de cuáles llevarme, me paré unos
segundos a observar mis elecciones: en su mayoría hombres, blancos, europeos o
norteamericanos. ¿Acaso no son ellos los protagonistas de nuestra historia de
la literatura?