Había una vez un prado y un caballito que trotaba y retrotaba por él, hasta
que atravesó elegantemente una puerta que ante su cara apareció. Tras la puerta
se encontraba un guapo enano, que llevaba un recto y verde gorro sobre su
calva cabeza, tenía la nariz pequeña y los labios gruesos.
- Dime una cosa, caballito: ¿a dónde crees que vas?
- Voy y vengo, sin más. No busco nada en concreto, -le contestó el potrillo.
- Pues eso no está pero que nada bien, mi cuadrúpedo amigo. Debes desear algo que no tengas, para ir a por ello con obcecación y orgullo. ¿Qué tal el amor de una hembrita que te ignore? ¿Qué tal ser el más rápido de entre tu especie? ¿Y viajar a lejanos lugares donde nadie antes haya estado, eh? Me refiero a algo que te haga único de verdad, especial. Yo, por ejemplo, tengo mi gorro verde, el más verde y recto de todos los enanos, y estoy muy orgulloso de él, aunque me costó mucho trabajo y dinero conseguirlo, y aún debo pagar la deuda.
- No entiendo lo que me estás diciendo, pequeño amigo. A mí me gusta trotar por los campos, y no hay nada que yo desee... pero quizás tengas razón, y deba empezar a preocuparme por algo. ¿Y si un día me rompiese una de mis piernas? Tendría que buscarme una de repuesto, antes del invierno si es posible. ¿Y si de pronto dejase de haber pasto a mi alcance? Quizás debería ir guardando una parte en algún agujero, para que nada malo me pase llegado el caso. ¡Muchas gracias, amigo, por hacerme ver cuán ciego estaba!
- No hay de qué, caballito.
El enano agitó levemente su sombrero a modo de despedida, y el caballo le
sonrió antes de seguir con su camino. No obstante, a los pocos metros, empezó a
caminar más lentamente, mirando a diestra y siniestra algo intranquilo, y antes
de que pasase mucho tiempo se sintió cansado y se fue a su cama por miedo a
enfermar.
Dibujo del autor sobre cartón |
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