La vida humana está llena de espantajos, humores insalubres que cuesta
respirar. Pero siempre habrá algo que nos empuje a atravesarlos, cual nube
tóxica, llevándonos la mano a la boca y llorando con alma y ojos. Quien dice
esto ha coronado ya alguna de estas sierras, filosas y negras, mas la
experiencia también anima: aun y cuando vuelva a suceder, sabrás siempre que de
la penumbra se sale como a la luz del sol, tan seguro como que en otro momento
una nube vendrá a ocultar al astro padre; pero pierde cuidado… será por poco.
La melancolía es, por tanto, poco práctica, como no sea para componer
valientes versos desgarrados, conjeturas de anacoreta y dibujos monocromáticos. La
melancolía nos sirve, oídlo bien, para darnos importancia. Se piensa en la
muerte y en la futilidad de todo, sí, pero es la esperanza vana de ser importantes la que
nos lleva a esa suerte de existencia quejumbrosa, tan pantomímica como las demás. Al universo,
a la naturaleza, a cada arbusto y su gorrión les traen al pairo tus cuitas, o
les abrasan tanto como a ti las suyas. El hecho es que tenemos un tiempo
alegremente reducido en este mundo, y que podemos pasarlo engañados o penando,
dándonos al placer sensual o al recogimiento orgulloso: cualquier opción es
igual de mala y buena. Produce arte, eso está bien; comparte tu emoción con los
insignificantes que quieran prestarte unos minutos de atención; préstale la
tuya a otros. Para todo lo demás –recuérdalo–, estás solo. Acompañado y solo,
solo en compañía. Si no se queja el olivo, viejo, arraigado y sabio, no lo hagas tú, con
libertad para alterar tu existencia hasta el punto de acabarla. No siempre
estarán ahí los sabores, los olores, los placeres y las vistas que hoy te ven
llorar. Haz el uso que quieras de ellos, quéjate del mundo si gustas pero, por
favor, no te creas tanto. Sería absurdo.
Fotografía del autor en Carrica/Peñalba (Segorbe, Castellón) |