Un cuento de Santiago Herrero
Hace ya algún tiempo, en la región de
Kaimuchi, cuyas frescas aguas bañan la falda del Monte Amargo –así llamado por la presencia retorcida de sus árboles–,
se contaba esta leyenda sobre el amor inmortal entre una ninfa y un hombre:
Se hallaba un día el Dios Celoso emplumando
cuidadosamente sus flechas, cuando llegó a sus oídos la más dulce melodía que jamás
hubiera escuchado. Con los ojos bien abiertos observó a través de las nubes, y
así pudo contemplar a la ninfa Saru-Kita, quien embelesaba a los peces del Lago Verde tocando hermosas notas y
paseando sus dedos sobre las aguas. En el acto creyó amarla y, consumido por la
pasión, bajó a su encuentro en forma de garza.
Al verlo acercarse,
la ninfa cesó en su canto, y el dios abrió sus espléndidas alas del color azul
del cielo. Saru-Kita se aproximó para acariciar su blanco pecho, y el dios picó
en su vestido con suavidad. Prosiguió la ninfa con su canción y la garza, con
los ojos llenos de fuego, la arrojó a tierra dispuesta a desnudarla. Ella luchó
desesperada, pues se daba cuenta del engaño, y de una fuerte patada empujó a la
ligera ave, que perdió unas cuantas plumas. El Dios Celoso, terriblemente
ofendido, graznó mientras crecía hasta alcanzar el tamaño de una casa, hizo
presa de la joven con sus poderosas garras y la elevó hasta el cielo,
diciéndole:
Nunca nadie rechazó a un dios. Las aguas
callarán ahora tu canto, y sólo quien te busque sin maldad, con los ojos puros,
podrá verte. Pero conozco al hombre: morirás en soledad.
La ninfa cayó entre
lágrimas sobre el lago y se hundió junto a sus verdes rocas, donde los peces la
acogieron.
Esta historia pronto se supo en todo el país,
dado que en aquella época los hombres aprendían sus malas artes de los dioses.
Numerosos príncipes y reyes vecinos se decidieron a probar suerte, pues qué
honor no recaería sobre aquel que pudiese desposar a la hembra que osó
negársele a un dios. Acudían vistiendo sus mejores galas, envueltos con finas
sedas y perfumes, joyas en sus manos y kohl en sus ojos. Observaban las aguas
mientras sus caballos pastaban cerca, convencidos, al ver sus magníficos
reflejos, de que la ninfa emergería en cualquier momento y cantaría para ellos
prendada. Pero la pobre Saru-Kita lloraba en silencio desde las profundidades,
cada vez más furiosa pues comprendía que nunca el hombre, celoso como el dios
que la maldijo, la querría más que para contarla entre sus riquezas. Era pues
mejor quedar allí, inadvertida, hasta que su historia se perdiese en el tiempo.
Transcurrieron los años y, efectivamente, las
visitas cesaron. La hermosa ninfa se mecía en un profundo sueño, rozada por los
rayos del sol durante el día, sin sentir el frío de las aguas por la noche.
Apareció entonces en la región un forastero de aspecto desaliñado, llamado
Sinto-Ogo, quien viajaba siempre solo escuchando historias para poder a su vez
contarlas en otros reinos. Tenía ojos melancólicos, pues muchas leyendas hablan
de tristeza y soledad, pero su mirada se alegraba al oír un cuento nuevo,
no tanto por aquello que le contaban –dado que la mayoría de historias se
parecen entre sí– como por la forma en que las ancianas y pobres gentes lo
narraban, expandiendo en verdad sus espíritus ya cercanos al fin.
Fue así como,
referida por un viejo campesino, llegó hasta él la historia de Saru-Kita y el
Dios Celoso, y dado que el del tiempo era su bien más abundante, decidió acudir
el día próximo a yacer junto a las aguas del Lago Verde.
Allí pasó Sinto-Ogo
toda la siguiente jornada admirando el paisaje, a las aves que iban y venían,
al rebaño que se acercaba a abrevar, también el lento movimiento de las nubes
en el cielo… Mas una vez el sol estuvo ya bajo sobre el horizonte, el cuentacuentos
errante se quitó las sandalias e introdujo sus curtidos pies en las frías aguas
del lago. De su zurrón sacó su flauta de bambú, que reservaba para las tragedias,
y con emoción empezó a cantar:
Escuché anoche la historia,
lago triste,
de la ninfa que acogiste.
¡Qué pena, qué pena
debió sentir la bella Saru entre tus aguas!
pues el hombre no vale nada
bajo este cielo.
Yo quisiera poder verla.
Y así cantarle cuanto siento.
Murió sin duda
de desaliento,
tras contemplar a los amantes
bañarse junto a ella,
y el eterno tránsito de los orgullosos.
Ya los ojos del pobre Sinto
no sonreirán jamás.
No, no lo harán.
Los peces observaban
junto a la superficie al desconocido, quien se mecía con su música. Las notas
de su flauta reverberaban entre las rocas que poblaban el fondo del lago.
Saru-Kita escuchó en la distancia y, acostumbrada a ver a través del agua,
despegó sus párpados. Atónita contempló a Sinto-Ogo, quien miraba en su
dirección con la cara mojada.
Saru-Kita de verdes ojos:
yo te habría acompañado.
No soy mucho, yo soy pobre,
y así es que aprecio
cuanto no me pertenece.
Saru-Kita, ¡ninfa de amor!
Ya nunca olvidaré tu historia.
Dejó por fin caer sus
brazos sin fuerza, y el bambú rozó las aguas. Entonces algo mágico sucedió,
pues a través de la flauta se oyeron suaves notas de una voz cristalina.
Sinto-Ogo abrió mucho los ojos, petrificado, y tras quedarse así unos segundos
fue a mirar tontamente por el hueco del instrumento. Justo en ese momento algo
emergió del lago, a pocos metros de él: era el rostro de Saru-Kita, a quien su
alma al punto reconoció como a una vieja amiga. Observó sus ojos, del color de
la luz contra la roca verde. Observó su piel, clara como la luna de invierno.
Ella emergió todavía un poco más, y ambos quedaron mudos, contemplándose.
A quienes viajen a la región de Kaimuchi,
cuyas frescas aguas bañan la falda del Monte
Amargo, se les pide que transiten en silencio. Quizás así escuchen las más
bellas melodías, cuando el viento sopla sobre el Lago Verde.