¿Existe algo trascendente? ¿Algo que supere nuestra individualidad, nuestra materialidad? ¿Algo además de cuanto de material nos rodea?
Alguien de por aquí, occidental, estudiado, laico, con cultura en la historia de distintas religiones y formas de pensamiento, tenderá a observar que lo más lógico es pensar que no, que todo son constructos. Se basa en su experiencia sensorial, en la de aquello que percibe "a simple sentido" y en aquello que ha leído. Pero esta forma de igualar lo lógico o racional a la ausencia de esa trascendencia es también, me temo yo, un producto histórico, no escapa al propio condicionamiento de todo lo demás: piensas así porque vives en una cultura en la que la intelectualidad se ha ido acercando a lo laico, a lo agnóstico o a lo ateo progresivamente. Si no fuera así, quizás lo que para este tu yo parece lógico parecería ilógico o, dicho de otra manera: tu perspectiva sería exactamente la contraria.
Es por esto por lo que me parece un acto de humildad dudar incluso sobre la propia lógica, pues esta no es extemporal ni se produce al margen del espacio en el que nos hemos criado.
'La barca solitaria', acuarela de Carlos Blasco Tena |
Soltado este rollo (se nota que te haces viejo cuando empiezas a elucubrar como Unamuno, y encima bebiendo tinto) vayamos a donde quería entrar: esas sensaciones o impresiones de trascendencia. Me refiero a esas ocasiones en las que quizás digamos "qué casualidad" pero por dentro pensamos "qué va" mientras nos embarga esa sensación de que nos han enviado una imagen o señal por y para algo, o a nosotros mismos a un lugar por y para algo. ¿O hay alguien tan pegado a sus botas (o a su i-phone) como para no haber sentido nunca algo así?
Ahora está de moda llamarlo energías, que actúan haciendo y deshaciendo a su antojo... como si esta forma de pensar fuese mucho más moderna y evolucionada que creer en un dios entrometido. Sea como fuere, cada vez me doy más cuenta de que al ser humano le viene bien creer en el sentido de las cosas, más allá de las explicaciones científicas o racionales (que siempre tienen el límite de la ciencia actual). Desde antiguo hemos buscado un sentido a cada ruido, sueño o vuelo de ave. Es el mismo impulso que mueve ahora la investigación científica, la búsqueda del sentido, de la explicación que ordene, que nos lleve a entender.
Pero existen cosas que son más pequeñitas que todo eso; que son personales. Cosas que tienen que ver con nuestras propias peripecias vitales, con gentes con las que topamos, con hallazgos. Para esas cosas no cabe buscar en la ciencia, sería absurdo. Entonces recurrimos a explicaciones como "el destino". ¿Hasta qué punto somos sus agentes? ¿Cuánta influencia tenemos?
Yo siempre me he sentido un poco como flotando, como en un kayak. A veces remo con fuerza hasta notar la quemazón en los bíceps, en las muñecas, pero no dejo de estar a merced de las olas y corrientes, por más que pueda dirigir mi pequeña nave. Puedo decidir si acercarme a aquella bahía o si alejarme hacia aquel islote, pero los paisajes y posibles objetivos aparecen ante mi vista, no los escojo yo. Sería como navegar permanentemente reaccionando, sin itinerario ni mapa. A lo sumo puedes saber en qué tipo de isla te gustaría pararte a descansar y, teniéndolo en mente, aprovechar la oportunidad cuando aparezca -y si aparece. Y siempre, siempre, seguir remando; de otra manera el mar se pica, te engulle, te desorienta.
¿Y qué es lo trascendental, pues? ¿Es el mar? ¿Son nuestras ideas sobre aquello que queremos, sobre lo que nos acerca a la felicidad o plenitud? ¿Es el eterno olor a salitre? ¿No es nada, tan solo un montón de agua y manchas de tierra emergida?
Chico. Me pondré otro vaso de vino.