Algunos, los afortunados del mundo -jóvenes con formación, con cierta vocación, con algún que otro ideal, con esperanza siquiera en nosotros mismos- vagamos en la existencia sin saber muy bien qué hacer, o lo que es lo mismo, cómo ser. De alguna manera, nos han quitado la clave, el instinto, durante todos estos años; nos han dejado apagados, necesitados de instrucciones, de directrices, de señales claras. ¿Dónde está la carretera prometida, o dónde al menos el sendero -ya que la vida está dura- hacia la promesa? Hemos crecido siguiendo un espejismo, generado fuera de nosotros pero inexistente más allá de nuestros sentidos errados. ¿La culpa, querido Bruto? Pues en nadie, diría yo.
No se trata de lanzar nuestros lamentos al viento. Se trata de cambiar de paradigma, de estilo, de empuje, de sangre. Seamos, sin más. ¿Acaso no veis que es mentira? Más cursos, más postgrados, más carreras, más exámenes, más dinero, más madera, para ellos; menos horas, menos tiempo, menos vida, menos parte, menos arte, para nosotros. El mundo siempre se ha construido sobre las espaldas de quienes sufren callando, y aceptan; la educación, en su cara soterrada, nos prepara a ello. Pero hay una incongruencia, un fallo en el sistema. Algunos de los hiperformados han ido más allá, van más allá e irán más allá de lo pautado, como esas máquinas y dinosaurios que se rebelan al hombre en Hollywood. A ellos espera el malestar, la duda, el desasosiego, el sinsentido de una vida que dista mucho de la imagen ideal que durante tantos años se construyeron.
Deconstruir, reconstruir... ¿y cómo hacerlo? Derríbalo todo, allá en tu mente, y parte de una sola premisa: pienso, luego existo, más por corto tiempo. A partir de ahí, veamos qué es lo que de verdad importa.