No queda café que es el placer de todo hombre refinado, civilizado, amaestrado en seguir la batuta que marca el paso de nuestro escaso pensamiento, limitado por las fronteras que la geografía de los medios establece en derredor de un territorio de menguante densidad neuronal. No es pues por deferencia sino por costumbre que negamos y asentimos al son de sus tambores, galeotes ignorantes de las cadenas que nos atan los unos a los otros hasta que el barco se va a pique y aun entonces, con el agua entrando a chorros por la herida abierta a espolón en nuestras mentes, queremos seguir negando la mayor mientras truenan los tambores en canción discorde, asintiendo y negando todo a una vez, yéndonos al fondo frente a un repleto anfiteatro donde los amos disfrutan de exquisita velada.
La clave está en creer que sabemos lo que sabemos. De eso te convencen. ''Eres un individuo inteligente, intelividuo indivigente, por tanto sabes que el cuento que te cuento, el viejo cuento que siempre te he contado y que te arropa como canción de cuna, es cierto veraz y único. De otra manera serías tonto y yo te he engañado, digo, te habría". Tremebundo despertar, muy mala resaca, los doctores lo desaconsejan y se venden píldoras para el consecuente mareo. Por eso crees saber lo que sabes y ni pizca más, y quien te provoca a la duda es loco ignorante, infante que cree en cuentos distintos que sí lo son. Y cuanto más viejo es el remero galeote más cree en la verdad aquella, menos siente las cadenas (¿qué cadenas?) y más confunde el tam-tam que le dirige con los latidos de su voluntad.
Ulpiano Checa, 'La naumaquia' (1894) |
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