Ella habla y habla de conciertos a los que fue, cosas divertidas o
sorprendentes que le sucedieron, o que vio, o que le contaron. Ella habla y
habla. Ella lleva gafas de sol, en la mesa bajo la sombrilla. Él la mira y
asiente levemente, cada tantos segundos. Apoya su cara, su cabeza entera, sobre
el puño derecho, que va hasta el codo, en la mesa sobre el suelo. Obviamente
está aburrido, pero ella no se da cuenta o lo que cuenta es demasiado
importante para callarlo. Nadie debería hablar durante tanto tiempo sobre temas
tan irrelevantes. Nadie debería hablar con esas gafas de sol que impiden ver la
mirada. Sientes que eres un puro receptor. Te ves reflejado y ves tu cara de
ente pasivo dilatada por el cristal azulado. Estás frente a un espejo que
habla. Tienes que esforzarte por no hacer cualquiera de las cosas que harías en
la intimidad, como hurgarte la nariz. Tienes que mantener la compostura de
quien está frente a otra persona, aunque esa persona hable como una radio y
oculte sus ojos en algún lugar. Tanto daría que los tuviese bizcos o en blanco,
tú sólo puedes imaginarlos.
Yo leo en la mesa de al lado y siento compasión por el muchacho. Podría
leerle en voz alta sobre el viaje del protagonista por el Tíbet, sobre las
nieves y el viento, el accidentado Mitsubishi que chirría pero avanza, los yaks
y los mastines, la cinta de radio con música india, el chino indispuesto en el asiento de atrás. Sobre la
belleza de conducir –más que ser conducido- por carreteras lejanas en paisajes
de otro mundo. Sentarse al volante siempre da seguridad y una forma de orgullo:
estás al cargo de todo. Es exactamente lo contrario a sentarse frente a una voz
oculta tras unas gafas brillantes.Y sonreir.
Fotografía tomada en algún lugar de Teruel, España. |
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