Abro una libreta y
encuentro nuestra foto, en otra ciudad, en mi infancia. Siempre busqué tu
aprobación, hasta el punto de romper con todas las reglas –la prueba de los
extremos–. Supongo que es un comportamiento algo infantil; no obstante, observo
a mi alrededor esta tendencia en las personas, aunque estén acercándose a la
vejez. ¿Puede superarse el fingimiento? Alcanzar las metas ajenas, sus
expectativas, es una forma de fingir, ¿no?
Constantemente
encontramos la excusa para no volar… el miedo, el peligro de la decepción.
Ahora creo que ya no puedo decepcionarte más. ¿Es por eso que me siento algo
más libre?
No sé exactamente a
qué edad debe uno hacerse estas preguntas, en mi cabeza martillean desde hace
más de diez años, la década fingida. No puedo culparte, porque no eres
responsable. Eso también lo he aprendido. Recientemente, además. Qué manía
tenemos de cargar con nuestros lastres a terceros. Invariablemente pensé que no
era libre porque tú no me dejabas serlo. Lo cual está muy lejos de la realidad: yo no me siento capaz de actuar según mi parecer por no desagradarte, eso me
dolería. Mi condena, por tanto, es mi miedo y no mi educación.
Qué alivio saber
esto, saber, pues, que no tengo condicionamientos lícitos sino barreras, cuya
alteración depende única y exclusivamente de mí.
Rebelde es ser quien
quieres ser.
Ah, y no hay edad
para ello.
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