Renegué de la historia que me habían enseñado. Me habían mentido.
Únicamente el reino de la maldad no ofrecía brechas. Me habían engañado. La
verdad es cuadrada, pesada, densa, no admite matices. El bien es un ensueño, un
proyecto sin cesar postergado y perseguido con esfuerzo extenuante, un límite
al que nunca se llega. Su reino es imposible. Únicamente el mal puede llegar
hasta sus límites y reinar absolutamente. A él es menester servir para instalar
un reinado visible (…) ¡Oh, poder, que eres lo único que reina en el mundo!
Estas son las tremendas declaraciones del protagonista del relato de Albert
Camus ‘El renegado’ o ‘Un espíritu confundido’. Sin poder evitarlo, me planteo
su solidez, y si no estaremos también engañados –o autoengañándonos– al creer
en o perseguir un mundo un poco más justo.
No nos equivoquemos. Camus no era de los que tiran la toalla, dedicándose a
la contemplación y a la satisfacción del yo material en un mundo incorregible.
El protagonista de este relato no acaba bien. Nuestro escritor filósofo
pertenecía al tipo que yo llamaría idealista trágico, sólo hay que leer sus
artículos, su Hombre rebelde. Nunca
aceptó las cosas como venían dadas; si había de mellar su pluma contra algún
gigante en desigual batalla, lo hacía. ¿Pero confiaba en la victoria final?
¿Creía en la posibilidad de un mundo bueno? Resulta difícil asegurarlo, leyendo
sus obras. Mas era un luchador. Si la existencia es gris y cruel para muchos,
si la historia está llena de víctimas y amos, él quiso ser un rebelde en medio
del torbellino, un grito en el desierto. Así pues, no puso precio a sus
ideales; costase lo que costase, su mano seguiría estando al servicio de su
pensamiento, de su ideal de mundo, del de nadie más.
¡Oh, poder, que eres lo único que reina en el mundo! Efectivamente, a las
promesas de bien se las llama utopías y, a las certezas de mal, historia,
tragedia o titular. ¿Encontráis algún ejemplo de reinado del bien, que no sea
mítico? ¿Encontráis algún ejemplo de III Reich, de Congo Belga, de My Lai, de
desaparecidos, cunetas, delaciones, saqueos de ciudades y violaciones
sistemáticas? Es cierto: el mal se concreta, se torna denso, se puede ver, oír
y tocar.
¿Y si la lucha del bien contra el mal lo es en mayor medida de los
pequeños actos de bien –actos las más de las veces individuales– contra las
grandes epopeyas de maldad? ¿Y si el bien batalla por continuar existiendo, y
el mal por prevalecer al completo? ¿Y si la del bien es la figura rebelde que
se niega a aceptar su derrota, como la raíz que crece entre el asfalto?
No cabe entonces duda de que, de ser esto una confrontación eterna, uno es
el bando de la placidez y otro el de la congoja. El que quiera acomodarse entre
el mal no tendrá más que sentarse y congratularse por los continuos triunfos de
su amo. El que opte por la rebeldía del bien comprobará lo poco que alcanza su
brazo y la burla, el continuo echar por tierra de sus ideales a lo largo y
ancho del mundo. El mal tiene tantos vasallos que ni siquiera los necesita
activos, bastándole su conformidad, su aceptación. El bien tiene tan pocos que
los precisa en marcha, siempre en guardia y bajo desgaste, sin más recompensa
que la moral, que no cotiza en nuestros mercados.
Para muchos la elección es sencilla.