Soy impaciente hasta
para esperar que se caliente la leche. Lo que me gusta de la literatura es la
capacidad para mostrar la filosofía en lo cotidiano; cómo puede abrirte en
canal, como me sucedió un verano que leí Madame
Bovary de Gustave Flaubert, y después El
extranjero de Albert Camus. Bomba.
Me gustan los
escritores que me hacen pensar y, por tanto, que me inducen al cambio. Me gustan
aquellos que son capaces de hacer filosofía a través de sus propias vidas –espectacular
Anaïs Nin, el siempre eterno Charles Bukowski–. Me gusta la autobiografía y me
gustan aquellos que utilizan un pretexto, un escenario, como puerta de salida,
como la magia de Kundera. Sólo leo historias
cuando estoy agotada intelectualmente, pero en esos casos prefiero no leer
nada; leo pocas historias pues. Hay temporadas
en las que apenas leo, pero me sigue apasionando la literatura del mismo modo,
simplemente no es el momento. No es lo único que me gusta hacer, evidentemente.
Aborrezco las
personalidades que tan sólo saben hablar de escritores, que no hablan sino
citan constantemente. Eso no es arte, es pura repetición. Me aburren
profundamente los chistes sobre libros, sobre las peculiaridades del lector,
incluso del escritor. Siempre con el molde, ese molde que acaba partiéndose en
dos. Cabes o no cabes.
La competición me
agota, por lo que en muchos ámbitos soy mediocre, o al menos así estoy considerada.
Es maravilloso. Cuanta más presión consigues evadir y más frustras las
expectativas que otros han puesto sobre ti más libre eres. No se trata de
egoísmo, sino de ‘moldear’ tus propias expectativas aplicadas única y
exclusivamente a ti mismo. He llorado un sinfín de veces al escuchar de boca
ajena que no soy buena, permitiendo que eso me haga perder la confianza en mí
misma. Año tras año, tras año, tras año, he aceptado todas las críticas –u opiniones–
y me las he creído. He aceptado que no soy especial y que no iba a tener una
vida puramente propia, sino que tenía que dejarme llevar. Y así fue, hasta que
perdí el color en el rostro, tenía ojeras cual panda, la vida ya no me servía y
estaba cada vez más delgada, marchitándome.
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