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martes, 26 de junio de 2018

Diarios de Birmingham I


  Hace tiempo que no me sale la poesía. No, sucede que no me la planteo. No se trata de intentarlo y verse seco. No siento el impulso que antes sentía a escribir en verso para liberar algo. Tampoco es que me preocupe; ya volverá.
  Me paro a pensar y surge una hipótesis: el período en que dejé de escribir poesía coincide poco más o menos con aquel en el que tomé la decisión de irme de España. Lo importante no era abandonar el país, obviamente. Lo importante era darme un objetivo a mí mismo, caminar con una ruta, algo que llevaba años sin hacer. Nadie debería despreciar los cambios psicológicos que el hecho de contar con una intención, o el hecho de no hacerlo, desencadenan.

  Escribo cuando aún no se ha cumplido una semana del que es el mayor cambio en la historia de mi vida, y esto lo reconozco con cierta vergüenza. Sencillamente, me he ido a una ciudad que no conozco, conseguido una habitación en alquiler, parece que un trabajo para ir tirando (la prueba es en unos días), y muchas más cosillas que le mantienen a uno ocupado y preocupado hasta que las tiene solucionadas. El objetivo sigue ahí, su primera cima adivinándose en un horizonte cada vez más cercano: volver a la universidad, otro Máster. Mi yo pasado reprobaría esta vuelta al redil, pero creo que hago lo correcto; y ello no es estudiar más, es hacerlo en otro país, es experimentar la emigración (de tipo con carrera y buen inglés, tremendas ventajas: soy consciente), la soledad temporal y la sorpresa ante uno mismo.
  Leía hace poco de algún autor, por desgracia no recuerdo el nombre, que muchas cosas nos parecen imposibles hasta que las hemos hecho. Mi psicología es así. Debido a algún tipo de malformación mental producida allá por mi infancia, siempre me he sentido inseguro, poco capaz; mis logros no eran nada en comparación con cuanto no había hecho y, en mi propio juicio, no podría hacer. Me faltaban agallas. ¿Y qué es eso? La agalla es un organismo que se genera en el ser humano cuando cree en sí mismo por encima de su miedo. Hace que las cosas sean posibles. Se multiplican por autoestimulación, más que nada. Salté el primer bache, tráiganme dos. Y así.

  Pero hablemos de Birmingham de una vez por todas; del que yo experimento.
  Es una ciudad que crece. Tiene un pasado materialmente pobre, poco agraciado. Hay edificios de ladrillo rojo o negro por todos lados: al girar la esquina de donde vivo hay algunos que tienen poco que envidiar a los campos de concentración más robustos. Ventanas rotas se adivinan a través de algunas rejas oxidadas. Me llama la atención el hecho de que a menudo al otro lado hay empresas, oficinas... Tengo una Borshch de electrodomésticos a pocos metros que, sin estar tan mal, sería impensable en la mayoría de ciudades españolas. Creo que por dentro es enorme -no he estado-, pero la entrada no luce muy apetecible; mas a nadie parece importarle, y a menudo hay familias de visita.
  Decía que crece, y es que en el mismo barrio del que hablo, Digbeth, dos calles más allá puedes encontrarte con mercados ecológicos, cervecerías con exposiciones de arte, museos rarísimos, más arte en graffiti, etc. Recorre esta parte de la ciudad un tren elevado, y los enormes arcos que sostienen la estructura por la que circula, de nuevo en negro ladrillo, dejan espacio en algunos lugares a pantallas donde reunirse a ver el fútbol o quizás algún concierto. Es zona de jóvenes y fiesta, con los consiguientes cristales rotos.
  En el centro propiamente dicho, más comercial y de edificios altos que ya no tienden al ladrillo, es donde se encuentra el ajetreo continuado y las grandes obras. Hay, en verdad, muchas grúas. Uno de los edificios, según me ha dicho un amigo español ingeniero que está metido en el ajo, va a ser la nueva sede del HSBC (uno de los mayores bancos del mundo), que se traslada desde Londres. Es significativo, y habla del futuro que espera a Birmingham, salvo cambios inesperados.

  Por esas calles comerciales, New Street es un ejemplo, encontramos un flujo contínuo de gente de todo tipo y etnia. No tiene nada que ver con lo que se ve en mi ciudad natal, Valencia. Unos regalan a voz amplificada copias del Qur'an en inglés mientras a pocos metros otros reparten cómics sobre la condenación de tu alma si vives atado a la racionalidad y fuera del camino de Cristo (es verídico: no me pude resistir a ojearlo en el camino), y entre ambos grupos un fulano toca la batería o la guitarra eléctrica para sacarse unas libras. Burkas y hijabs, gente proviniente del subcontinente Indio, Extremo Oriente y del Caribe, y, por supuesto, anglosajones, mezclados con algún que otro eslavo y latino... Confieso que los que más me incomodan son los ingleses grandes, calvos y borrachos, del subtipo "lanzador de martillo"; los encuentras en las puertas de algunos locales y te preguntas a cuántos metros podrían arrojarte.
  ¡Los canales! Casi me olvido de ellos. Surcan la ciudad por muchos sitios y le otorgan sus rincones más pintorescos, con sus largas barcas habitadas, los pequeños puentes y los numerosos bares y terrazas. Pasar por ahí al sol de junio es una delicia. A la lluvia y el frío que pronto vendrán merecerá otro apelativo. Ya contaré.

Fotografía del autor

  Cuanto al carácter brummie, debe de haber de todo como en todas partes, pero a mí me están pareciendo amables y hasta prestos a ayudar. Me encuentro entre quienes sostienen que la gente nos parece más o menos simpática según nuestro propio prejuicio y predisposición, no obstante, y reconozco que yo vine con ganas de observar y no de juzgar. Lo bello de cambiar de país o de región es que te permite comparar, de manera que no sólo conoceré mejor a los habitantes de las West Midlands, sino que también me haré una idea más completa de los encantos y desencantos de los valencianos.

  Es todo por esta vez. Mis mejores deseos para cuanto acometáis y recordad: "enfrentaros a aquello que teméis os liberará de vosotros mismos". Otra frase que escuché o leí en algún sitio; más real que un dolor de muelas.

 Salud.

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