El soñador a su pesar se sorprende sentado a una vieja mesa, sobre una
silla vieja, frente a su ordenador, junto a unos libros. Las tres paredes que
le enmarcan exponen clavos vacíos, un reloj de bajo gusto parado a las nueve y
un minuto, escayola levantada sobre el ladrillo en las partes en que aquella se
acerca a la madera. Un par de talismanes que él mismo puso ahí. Una ventana con
cráteres sobre los que se siguió aplicando pintura. Una lámpara en el techo con
forma de tarta invertida, que da una buena luz cuando al día sigue la noche. El
crédulo cínico se sorprende de lo repetido de su presente situación (libros,
soledad, luz blanca) pese a lo novedoso
de la misma. Ya no está en su lugar, en
el que fue su lugar. Ahora está en otro, más gris, con gaviotas y cuervos,
más idiomas, religión, arañas, agua en el suelo. Sus ojos contemplan los mismos
miles de ladrillos que muchos obreros contemplaron al dirigirse, como él, a sus
jornadas laborales. Ahora hay más coches –demasiados–, más gente –demasiado gorda–, más teléfonos, más
plástico en el suelo. Da la sensación de ser un bosque de ladrillo que, como el
de planta, ha visto cambiar la vida a su alrededor durante los últimos cientos
de años. La razón de ser de este mundo es, probablemente, ninguna. Cuanto mayor
es la claridad de este mensaje, más crece la necesidad humana de inventarse
viejos cuentos, buscar refugio en nuevas fes personales, grupales para
cerciorarnos de que no estamos locos. Compra, cree, exhibe. Todo es compatible.
Todo puede serlo. Sonríe y mata. Baila sin saber quién eres. Píntate otra raya.
Alejemos de nosotros esa carga que llamamos alma y que no es más que la
inteligencia queriendo ser sincera.
El hombre al que observamos se envejece, mas vive varias vidas dentro de
sí. Le gusta la mesa sobre la que escribe, le gusta encontrarse solo, y le
gustaría encontrarse en compañía. ¿Qué es lo que realmente nos satisface? ¿Y cuál es su esperanza de vida? Si el ser
humano se crea nuevas necesidades, la del cambio permanente es una de ellas. Hablo
de un cierto ser humano, el homo decadentis,
aquel que conoce el lujo de confundir hambre con apetito, poder con posesión y
gritos con silencio. Si estás leyendo esto, sonríe: eres parte de lo nuevo, sujeto
y objeto de consumo con el potencial de ser prontamente remplazado por
versiones más ciegas, sordas y mudas. También tú temes lo que el mar esconde y
prefieres al faraón, y pronto lo dirán las revistas más leídas: la ignorancia
es saludable al pobre como al que posee. Situémonos, pues, entre los
bienaventurados. En seguida nos acompañará el joven que escribe, quien ya se
rasca la amplia frente y la nariz no menos amplia, señal inequívoca del
agotamiento de su voluntad para seguir formulando sinsentidos.
Fotografía del autor. Birmingham, UK |
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