Había una vez una
hormiga pequeñita que derecha se dirigió a su rama, buscando su cama, su cama
de siestas diurnas pues las dormidas nocturnas siempre se daban bajo tierra en
el compacto hormiguero. Así la de la siesta era grata tarea ya que a diferencia
del subterráneo túnel corría aquí una brisa fresca que provocaba y meneaba a la rama ligera, que se mecía como un barco en altamar. La hormiguita no se
mareaba, al contrario le gustaba imaginarse hormiga pirata asaltando cargueros
llenos de migas de pan impregnadas de aceite y grasa, de esas que caen de los
soberbios bocadillos cubiertos de papel espejo. Siendo capitana de sin ley
navío soñaba la hormiga que abordaba sándwiches, apuntando primero sus cañones
contra los insectos rivales que quisieran robarle el botín, lanzando espadazos
y defendiendo con picas su espacio aéreo de moscas y avispas. Si alguna otra
nao hormiguera le disputaba el flotante trofeo, a su tripulación ordenaba
arrojarse en combate despiadado, violento y cerrado, ella la primera en temeridad,
tensas las cuerdas entre cubiertas, brincando de velamen a velamen, usando
mandíbulas y espadas para sajar al enemigo. Nada se opondría a su destreza con
estas herramientas, y por poder podría talar y arrojar por la borda el opuesto
mástil en menos que se exclama un socorro. Sería una terrible hormiga conocida en
los anchos mares charcudos, respetada por sus barbas, cicatrices y emplumados
sombreros. Las soldado hablarían de ella con admiración y respeto en sus
cambios de guardia; las oficiales de guardería usarían sus historias para
someter a las traviesas ninfas a su voluntad; las reinas en sus salones escucharían
de sus últimos golpes con singular mezcla de temor y deseo. Sería,
sencillamente, una leyenda entre su especie.
Era un sueño
recurrente, que siempre tenía lugar cuando la aventurera siesteaba sobre la
rama meciente. Mas por allí volaba un pájaro para el que todas las hormigas lucían
iguales.
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